Tuesday, September 01, 2009

Cuento breve

Van dos posts en el mismo día, pero no se me acostumbren je... es sólo que me inspiré y volví a escribir cuentos ;)


Traición Redentora

Volteó a mirar a su agresor. Una punzada lacerante por el dolor indescriptible de haber sido atravesada por su espada le impedía moverse con facilidad. Pero cuando vio al portador del arma sus ojos se llenaron de lágrimas y el dolor del pecho, causado por la traición, superó la agonía física que estaba viviendo.

Una gran interrogante se dibujó en su rostro, atormentado por el sufrimiento corporal y sentimental. Era clara su confusión: no podía comprender por qué él la atacaba, si ella había luchado esa batalla para defenderlo de sus enemigos…

No había un arma capaz de atravesar su dura piel, salvo la de él. Y ella nunca creyó que él fuese capaz de atacarla de esa manera, por la espalda y sin previo aviso.

Aún sin dar crédito a lo que estaba viviendo, miró su vientre. Sangraba profusamente. Herida de muerte por esa espada mágica, la única en todo el reino que podría hacerle daño, se preguntó cómo era posible que hubiera caído víctima de la única persona de la cual debía cuidarse… cómo era que no solamente había confiado en él, sino que lo había acogido bajo su protección.

Lo miró directamente a los ojos y comprendió todo. Él lloraba. La espada en sus manos aún tenía sangre de ella y goteaba sobre la tierra seca, dejando rastros de su vida milenaria en cada grieta de ese árido terreno.

Soltó la espada y se llevó las manos a la cabeza. No había palabras para explicar cuánto le dolía haber enterrado su arma en esa dura carne… el esfuerzo y la convicción que le requirió atravesarla, y el sufrimiento que él mismo se infligió en cada centímetro de esa traicionera penetración.

Pero él era un cazador de dragones, y ella, una dragona. La más hermosa que había visto, en realidad. Comparada con otros de su especie, era pequeña y ligera, casi vulnerable, pero imponente, inteligente y hermosa. Por ello, él no había sucumbido a la tentación de matarla en cuanto la vio. Por ello, se dejó seducir por su mirada y, traicionando sus convicciones y sus ideas, dejó de lado su espada y se perdió en esos ojos verdes de esmeralda, para escuchar todas las historias que Elise le narraba: cuentos de otras tierras, leyendas de su pueblo, crónicas de antaño y reflejos de otras culturas… a través de sus palabras, él aprendió sobre valores y sobre la importancia de apegarse a sus creencias.

Y así, en medio de esa cruenta batalla entre caballeros –humanos intolerantes que no alcanzaban a comprender la divinidad de seres distintos a ellos– y dragones –seres mitológicos a punto de la extinción– él comprendió que debía tomar partido. No podía vivir por siempre opuesto a las voluntades de su género. Él había sido formado para convertirse en un cazador, el más heroico de los cazadores de su estirpe. Y ahora los suyos le recriminaban su debilidad…

Él sabía que tarde o temprano podría llegar otro caza dragones y matarla. Le preocupaba que cuando esto sucediera, la muerte no llegara pronto y ella fuese torturada. La sola idea de victimizarla de esa manera lo angustiaba de tal modo que sus sienes estaban a punto de estallar…

Con esos pensamientos, que lo martirizaban hasta el llanto, Bertford hundió su espada en un costado de la bestia, sin detener su empuje hasta que la filosa punta asomó por el vientre de ella…

Elise comprendió todo esto con su sabiduría milenaria. Pero ello no fue suficiente para aliviar el dolor de la traición. Una traición que para él representaba la redención de su futuro, la reivindicación con su género y la oportunidad de dejar un legado, con un apellido honroso.

Mientras su vida se escapaba, ella visualizó un futuro promisorio para Bertford y su raza. Un porvenir sin miedos, sin criaturas “demoníacas” que enfrentar. Un mundo sin dragones. Un futuro forjado por la espada de cazadores como Bertford.

Y con estos pensamientos, Elise miró a los astros por última vez, y expiró. Su enorme corazón dejó de latir, llevándose con su alma algo de la de él. Y aunque él no lo reconoció nunca abiertamente, en aquél día supo que algo dentro de sí murió para siempre también.

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