Cuando tenía unos once años tuve la oportunidad de dar mi primer beso, nada más y nada menos que a quien fue mi amor platónico durante toda mi niñez y parte de mi adolescencia. No lo hice. Me quedé paralizada, muerta de miedo y de nervios, emocionada por la posibilidad de convertir en realidad mi sueño, pero al verme rodeada de todos nuestros vecinitos me cohibí.
Estábamos jugando a la botella y todos sabían que yo moría por él. Hasta él lo sabía... ¿cómo no lo iba a saber, si siempre he sido tan obvia? Creo que por miedo y nervios envío las señales equivocadas, pero es sólo cuestión de descifrarlas para que se vea la evidencia, clara como la escena de un crimen para un analista forense.
En fin, volviendo al punto, alguno de mis vecinitos decidió hacer realidad mi fantasía y de castigo me tocó darle un beso de lengüita (uuuy sí, ¡vaya castigo!). Lo que nadie sabía era que yo aún no había besado así. No sabía hacerlo y me aterró la idea de quedar mal, me cohibía en exceso hacerlo frente a los demás y encima él me gustaba tanto que yo a duras penas podía pensar con coherencia.
Mi organismo entonces activó un mecanismo de defensa que ha venido saboteando mis grandes momentos desde entonces, desde antes, desde siempre... Me negué a darle el beso y lo hice sólo de piquito. La bulla de mis vecinos me abochornó y terminé por irme a casa, donde me la pasé toda la noche dándome de topes contra la pared por no haber tenido el coraje para besar al chico de mis sueños.
Con el tiempo, la historia se ha repetido. Justo cuando llega el momento de tomar una decisión fuerte en el terreno sentimental aplico la retirada, cedo el campo, llega alguien más y lo toma. Y después me arrepiento por meses y años por no haberme lanzado con todo, por no tener siquiera el valor para confrontar a la persona y decirle lo que me pasa.
Y me pregunto, si la vida está hecha de decisiones, ¿qué tan diferente sería mi vida si en cada encrucijada del camino hubiera tomado la decisión que indicaba mi corazón y no mi cobardía? ¿Qué tan distinta sería mi historia? ¿Dónde estaría hoy? ¿Cuántos besos no habría perdido? ¿Cuántas veces me habría roto el corazón por algo real y no por haberme salido del camino sin andarlo siquiera?
A últimas veces he querido regresar al sendero tras darme cuenta de que ya volví a sabotearme. Algunas veces funcionó, pero la mayoría no. No se puede ir por ahí dándole alas a la gente para después mandarlos a volar y finalmente decirles que regresen. Muchos pensarán, ¿cómo pa' qué? ¿Para que me la vuelvas a aplicar? Y lo peor es que es cierto... por mucho que lo intente hay una alta posibilidad de que me invada nuevamente el temor y me encierre otra vez en mi fortaleza.
A final de cuentas, tal vez no soy más que la personificación de lo que tanto critico: esa princesa ilusionada que espera en lo alto de una torre que un valiente caballero la rescate, sin importar el tamaño del dragón con el que debe de lidiar. Creo que soy un poco como Fiona: tengo mi parte de ogro pero también vivo el sueño de todas las princesas. El punto es, como dice la publicidad de El Palacio de Hierro, que cada día hay menos príncipes.
1 comment:
Hola. Te comprendo perfectamente. Yo también he dejado pasar la oportunidad de atreverme a besar a la chica que me gustaba, por miedo a que me rechazara. Si así hubiera sido "lo bailado nadie me lo quitaba" pero a pesar de ello me ganaba el miedo. Otras veces por no herir los sentimientos de quien andaba "tras mis huesitos" pero que a mí no me interesaba. Estas últimas "suertudas" hasta de "puñal" me han catalogado. A veces me pregunto "¿qué hubiera pasado si...?" y se pone uno a soñar despierto. Desgraciadamente ya no se puede desandar lo andado, pero la imaginación se nutre de recuerdos... Está mal que yo lo diga porque no lo he practicado, pero "el que no arriesga no gana". Ya somos así por naturaleza, pero no todo está perdido, ¿verdad? Un abrazo (si me animo jeje) y cuenta conmigo. GW
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