Tuesday, August 14, 2018

Entre el vacío de tu ausencia y la paz de tu libertad

Hace poco más de tres meses que te fuiste. Después de tantos años de sufrimiento y dolor, finalmente te liberaste de ese cuerpo enfermo que te encadenaba y te oprimía cruelmente. Y aunque sé que esa no era vida para ti y que cargabas con la sentencia de muerte desde el día en que naciste, impresa en tus genes, no deja de dolerme que hoy ya no estés aquí, mami.

Tres meses y medio es poco tiempo, pero en ese lapso han pasado muchas cosas: el primer día de las madres sin tí, el primer cumpleaños de uno de tus hijos sin tí, la graduación de secundaria de una de tus nietas, mi mudanza para hacer vida en pareja...

Muchas cosas han pasado y muchísimas más seguirán pasando en tu ausencia: cambios en el departamento, los cumpleaños de Paola y Paco, el cumpleaños de Jonathan, un nuevo Presidente de México, mi boda, Navidades, días de Reyes, más cumpleaños, más días de las madres, graduaciones...

Duele pensar que no estarás aquí para bendecirme cuando me case. Tanto, que ya ni siquiera tengo ganas de hacer fiesta. Cada vez más la idea de algo sencillo me contenta, sólo quiero estar en paz con Dios y hacer las cosas bien. No quiero una fiesta en la que no te veré, bailando como tanto te gustaba. Aunque al final ya ni podías bailar, lo sé, y eso te hacía sufrir tanto o más que el dolor físico. Esa enfermedad te robó tanto...

Cuando nos decías que tenías lupus, hace tantos años, no entendía lo terrible que era esa enfermedad. No sabía que cuando te diagnosticaron lupus eso significaba una sentencia de muerte temprana y dolorosa. No tenía idea de que muchas de tus depresiones a los 30, 40 y 50 años se debían a tu conocimiento de que tu vida sería más corta. No lo supe entonces y no pude comprender por lo que estabas pasando. No entendía, mami, que cuando decías que ibas a morir lo decías en serio. Tal vez no morirías en seguida, pero sabías que ese era el final de esa despiadada enfermedad que te acosaba desde tu infancia; esa cruel enfermedad que no te dejaba disfrutar de todo lo que te gustaba: bailar, nadar, ir a la playa, pasar horas en la alberca, jugar con tus nietos e incluso cocinar.

No entendía, mamá, que la intensidad de los dolores que sufrías, así como el sufrimiento por el dolor de saber que nos dejarías pronto, te hacían reaccionar agresivamente. En medio de tu padecimiento no supiste expresar tu dolor, tu necesidad de afecto y tu tristeza de partir y separarte de nosotros. Y yo no supe entender más allá de tus gritos. No, hasta que fue muy tarde.

Fueron pocos los años que pude ayudarte y tratar de compensarte por todo lo que hiciste por nosotros. Fue poco el tiempo que pude comprender la causa de tus gritos y que pude aceptarlos con amor, mi pequeña puerco espín. Eras como uno de esos animalitos: suave y vulnerable, tierna, pero peligrosa. Cuando pude entenderlo, cambié mi forma de verte y comprendí que tus agresiones, como las púas de los puerco espines, no eran intencionales, sino una forma de defenderte cuando te sentías frágil.

Quisiera haberlo entendido antes. No haberte hecho llorar. No haberte gritado ni tratado mal. Debí hablarte más seguido, debí hacerlo diario, pero mi falta de comprensión de tu enfermedad me hizo llevar una vida despreocupada. Siempre dí por sentado de que ahí estabas. Y cuando Valeria creció y ya no te necesitó tanto, yo me dejé llevar por la rutina, los compromisos, el trabajo y otras cosas, y poco tiempo tenía para dedicártelo.

Me faltó invitarte más a cenar. Llevarte más al teatro. Sentarme a platicar más contigo.

Los últimos años quise estar más pendiente, pero ya estábamos lejos. Y tampoco pude hacer mucho. Lo lamento tanto mami.

Hoy ya solo me quedan los recuerdos, buenos y malos, divertidos y tristes. Las memorias de tus gritos, que ahora comprendo, pero también de tu gran amor que no siempre supiste expresar.

Preparando la mudanza y depurando papeles y cajas de recuerdos, encontré cartas y tarjetas tuyas, escritos llenos de amor y bendiciones. Algunos de ellos ya había olvidado que los tenía, pero hoy están guardados en una carpeta especial donde ya no los olvidaré y los tendré siempre a mano.

Gracias mami por todo tu amor, por tus oraciones constantes, por interceder por tus hijos ante Dios. Gracias por esa bendición especial que me diste poco antes de partir, cuando fui a verte por tu último cumpleaños. Quisiera haber hecho más por ti...

Ojalá estuvieras aquí mami. Quiero contarte cómo me está yendo en esta nueva etapa. Quisiera haber tenido tu bendición el día de mi boda. Quisiera abrazarte otra vez y verte comiendo tus ricaletas y tutsi-pops. Quería ver tu cara al conocer a mis mascotas. Quisiera que vieras las fotos del jardín de la casa donde vivo ahora, sé que te gustaría porque está lleno de plantas, árboles y flores. Hay tanto que quisiera compartir contigo pero ya no estás aquí; solo me queda el consuelo de saberte libre de esa prisión carnal que te atormentaba noche y día.


Ahora estás con Dios y con mi abuelita. Dos mujeres fuertes, dos guerreras intercesoras. Gracias a Dios por sus vidas y por todas las lecciones que nos dejaron. Mi vida no sería lo que es hoy si no fuera por su fe y su ejemplo.

Las extraño. Las extraño mucho, con todo mi corazón.

Te amo mamita. Siempre te amaré.

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