Saturday, November 02, 2019

Las mujeres de mis memorias

Día de Muertos en México.

Mucha gente en mi país aprovecha este día para visitar cementerios e iglesias, para llevar flores a las tumbas y nichos de sus familiares o amigos fallecidos. Es un día para recordar a todos aquéllos que se han ido.

Como evangélica, yo no creo que los muertos se puedan comunicar con los vivos. La Biblia dice que no es así. Y colocar un altar lleno de simbolismos va en contra del mandamiento de no tener imágenes que adorar. Tampoco creo que el espíritu de mis muertos regrese a regocijarse con la comida que tanto les gustaba.

No, yo creo que quienes se han ido, si se pusieron en manos de Dios antes de morir, ahora están en un plano espiritual que les llena de un regocijo incomparable. ¿Qué necesidad tendrían de ansiar la comida terrenal cuando ahora pueden experimentar la gloria de Dios en todo su esplendor?

La Biblia dice que nosotros, en nuestro cuerpo humano, solo vemos y entendemos una fracción del mundo y la divinidad de Dios. Aquéllos que se adelantaron y ahora están con Cristo, son capaces de percibir todo el esplendor de su poder, la magnitud de la creación, no sólo en este minúsculo punto del universo que es la Tierra, sino en el universo en sí. Es un espacio infinitamente grande, con una medida de tiempo completamente distinta, y las almas de los creyentes que han fallecido seguramente no terminan de deleitarse con toda la Creación.

Sin embargo, reconozco que, a veces, nuestros seres queridos fallecidos pueden aparecerse en nuestros sueños. Lo sé porque me ha pasado (y a mi hermana también). A veces hablan con nosotras, otras veces no, pero de alguna forma se las ingenian para dejar claro un mensaje: ellos están bien y desde donde están siguen velando por nosotros.

Y cuando digo que siguen velando por nosotros no me refiero a que tengan poderes divinos dignos de santificar su imagen y adorarles en un altar. No. Si acaso, al igual que los ángeles, su espíritu tiene la capacidad de rondar cerca, de cuando en cuando, y enviar señales que nos permitan alejarnos del peligro. Quizás alguna vez, también, su esencia nos abrace y nos consuele en un momento de tristeza.

Esta es la razón por la que yo no coloco un altar con ofrendas y adoración a imágenes de muertos. Pero sí recuerdo a mis seres queridos fallecidos. Claro que sí, y con mucho cariño.

Siendo honesta, aunque a lo largo de mis 43 años he asistido a varios funerales de gente cercana, lo cierto es que sólo ha habido tres muertes verdaderamente significativas para mí: tres grandes mujeres de mi familia; mi prima María Elena (Manena), mi abuelita materna y mi mamá.

Mi prima y mi mamá se fueron, tal vez, antes de tiempo... o eso decimos quienes nos quedamos vivos. Antes de tiempo porque esperaríamos que nuestros seres queridos tengan vidas largas y plenas, pero Manena falleció a sus 26 años, en la flor de la vida, debido a un ataque de epilepsia, una enfermedad que la azotó con tanta fuerza que la obligó a dejar de trabajar y la confinó a su casa, a no salir nunca sola, a no estar nunca sin vigilancia. Unos días antes del ataque epiléptico fulminante, ella me dijo que ya no quería seguir viviendo así. Y Dios la escuchó. Y como sólo Él conoce los tiempos de cada uno, ¿quién sabe si de verdad ella se fue antes de tiempo o ya había llegado su hora?

Recuerdo bien que cuando recibí la llamada para avisarme de la muerte de mi prima, yo pensé que me dirían que era mi abuelita quien había fallecido. Ella ya llevaba algunos años enferma y ya pasaba de los 80, era algo que en el fondo todos esperábamos. Pero no. Mi abuelita vivió casi hasta los 92 años. Atrofiada, sí, llena de medicamentos, pero con unas ganas de vivir que contagiaba a los demás. Aunque ya no podía escuchar bien, ni ver bien, y había que llevarla a todas partes en silla de ruedas, mi Lita no quería morir hasta ver que sus hijas, sus nietos y sus bisnietos estaban bien. Esa mujer nos dejó muchas lecciones de vida. Y aunque su muerte fue sentida, no fue triste, porque sabíamos que, ella sí, había cumplido su tiempo en esta vida.

La muerte de mi mamá me pegó más. Ver cómo esa enfermedad terrible consumió su cuerpo en medio de dolores indescriptibles fue muy duro. Durante toda la vida tuvimos una relación con altibajos, pero no fue sino hasta hace poco que entendí que esos cambios de carácter tan rudos de mi mamá se debían a su enfermedad. Muy tarde para comprenderla y ayudarla. Y hoy la extraño más que nunca.

Estas tres mujeres están siempre en mis memorias, en un nicho muy especial en mi corazón. No necesito ponerles ofrenda en un altar un día al año porque su recuerdo vive conmigo todos los días. Las extraño. Las pienso mucho. Y sé que volveré a verlas algún día. Pero espero que sea dentro de muchos años, pues aún tengo una mujercita aquí por la que debo ver yo, y no quiero irme antes de tiempo para ella.