Saturday, September 29, 2018

A un año de la zarandeada

A un año del sismo de 2017 mi corazón no se ha repuesto del todo.

El susto que me llevé ese martes no se ha ido. Cada vez que escucho una alarma mi corazón brinca. Y me refiero a cualquier alarma: la de un auto, la de una casa, la sirena de una patrulla que se enciende de repente, o incluso las bocinas de los camiones. Por un segundo, el vello de la piel se me eriza y todos mis sentidos están alertas para reconocer si se trata de la alerta sísmica o no. Tan pronto mi cerebro registra que no se trata de la alerta sísmica, mi corazón recupera el paso, mi respiración brevemente interrumpida retoma el ritmo y mis sentidos vuelven a concentrarse en lo que estaba haciendo.

Y es que el 19 de septiembre de 2017 no solamente removió el suelo en el que vivo, sino que zarandeó lo más profundo de mi ser...

Hasta ese día, mi forma de ver y enfrentar los temblores era muy simple. Yo era tan chica en 1985 que realmente no experimenté el miedo en ese entonces. El primer sismo, de hecho, no supe qué estaba pasando: mi mamá me sacó del baño, donde me estaba peinando para ir a la escuela, y me llevó junto a ella, debajo de una columna de la casa. Ahí fue cuando entendí que ese movimiento del edificio no era bueno.

Pero más allá de eso, no entendí más. La zona donde yo vivía no fue afectada y para mí la vida seguía normal, salvo por la falta de clases durante varios días. Veía en las noticias que se habían caído muchos edificios y que mucha gente quedó atrapada en ellos, pero no eran mi gente, no los conocía. Sí, estaba impactada, pero no era algo que permeara mi piel.

Mi mamá todos los días llevaba café y sándwiches para los rescatistas. Mis hermanos y yo le ayudábamos a preparar los sándwiches y yo admiraba lo que hacía, pero no lo entendía. En ese entonces solo tenía 9 años y la única forma de saber lo que pasaba era viendo la televisión, pero yo vivía en un condominio donde los niños salíamos a jugar al patio, así que las referencias negativas del terremoto las tuve hasta que regresamos a clases y supe que algunos compañeros perdieron a familiares o amigos. Fue entonces cuando supe que el suceso había sido más cercano de lo que yo lo percibía...

Los simulacros empezaron poco después de eso. De alguna forma, el comprender lo que un sismo era capaz de hacer generaba un flujo de adrenalina cada vez que sonaba la campana, la chicharra o el silbato de los simulacros.

Años después se instauró oficialmente la alerta sísmica. Para ese entonces ya me había tocado vivir algunos otros sismos, no tan fuertes como el del 85, pero ya sabía de lo que era capaz la naturaleza. Sin embargo, con el tiempo se fue diluyendo el temor. Con las redes sociales se popularizaron los "memes" y después de cada sismo -que hasta ese entonces no había causado daños en la ciudad- se compartían imágenes de bolillos o chistes para aligerar el susto.

Eso hicimos después del sismo de 8.2 la noche del 7 de septiembre de 2017, con epicentro en Oaxaca. En ese estado se cayeron muchas casas, hubo gente muerta y muchas personas perdieron su patrimonio, pero en el DF no pasó nada, así que seguimos adelante, enviamos ayuda y ya. Nadie sabía lo que pasaría un par de semanas después...

Apenas dos horas después del mega simulacro de todos los años para recordar los sismos de 1985, sin aviso, el suelo se movió de una forma aterradora.

Un crujir de la ventana, mi perra se levantó rápidamente del sillón donde estaba, ladró a la ventana, e inmediatamente después el edificio empezó a zarandearse con fuerza. Descalza como solía estar, apenas pude dejar la computadora de lado para correr por la correa de mi perra, ponérsela rápidamente mientras veía cómo una lámpara se caía al piso, y salir corriendo por las escaleras. Mientras aún bajaba los escalones, pidiéndole a Dios que nos protegiera, escuché el sonido de cristales quebrándose y en cosa de segundos pasó por mi mente la posibilidad de que fueran las ventanas rompiéndose porque el edificio se iba a caer... Nunca había tenido tanto miedo como en esos segundos en los que pensé que el edificio se me vendría encima. Si algo no he podido superar, es esa sensación que me invadió en esos pocos segundos, hasta que conseguí salir del edificio y ponerme a salvo con mi perra, donde me arrodillé y le pedí a Dios que cuidara a mi hija, a mi hermana y su familia. Por sobre el ruido de los gritos y la alerta sísmica, escuchaba claramente el rugido de la tierra... un sonido que tuve en mis oídos durante meses, claro y vívido.

Cuando el piso dejó de moverse encargué mi perra con un vecino y subí corriendo por mis gatos y mi teléfono celular. Solo encontré dos gatos y no quería arriesgarme buscando a los otros. Tomé el pet taxi, mi celular y bajé corriendo otra vez, descalza.

Así, descalza, estuve en el patio mientras revisábamos que los edificios no hubieran sufrido daño y nos cerciorábamos de que era seguro volver a entrar a los departamentos. Fue hasta que volví a entrar que me di cuenta que el sonido de cristales rompiéndose se debió a un florero que se cayó de la parte superior de mi vitrina. Tal vez si lo hubiera sabido no hubiera estado con el alma en un hilo, pero no lo supe y el susto que me llevé ya nada lo puede cambiar.

Dejé a mi perra y los gatos, me calcé unos tenis y salí corriendo por mi hija. Ya la ciudad era un caos. Ya sabíamos que algunos edificios se habían caído, pero yo confiaba todavía en que se tratara de edificios viejos. Buena sorpresa nos llevamos los ciudadanos cuando nos enteramos de que varios de los edificios caídos eran recientes. No deberían haberse caído. En una ciudad con alta actividad sísmica, donde existen lineamientos estrictos de construcción en este sentido, no se justifica que las nuevas construcciones se caigan en un sismo.

Mi hija era un mar de llanto cuando llegué por ella. Se asustó por la experiencia pero estaba más preocupada por mí. Nos abrazamos y lloramos. Y regresamos caminando a la casa, escuchando a voces cortadas más malas noticias. Encendimos la tele y empezamos a ver las imágenes de los edificios caídos. Dado que el condominio está en la misma cuadra del Hospital Adolfo López Mateos, el sonido de sirenas de patrullas, ambulancias y helicópteros sobre volando la zona fue constante desde ese momento y durante los días siguientes.

Aunque la tarde del 19 y el 20 preparamos tortas y sándwiches para llevar al hospital, la noche del 20 nos dijeron que la emergencia era mayor en otros hospitales y que ya no necesitaban ayuda ahí, así que el 21, después de pasar dos noches de poco sueño, interrumpido constantemente por las alarmas y sirenas, decidimos empacar y venir a Satélite unos días.

Aún recuerdo el llanto que solté cuando pensé que tenía que regresar a la Ciudad de México, porque mi hija debía volver a clases. Entonces me dí cuenta de que no estaba lista para volver al departamento.

Finalmente tuvimos que volver y seguir nuestra vida. Yo se que el edificio no se dañó. Se que el condominio resistió los movimientos telúricos de 1985 y ese sismo de 2017, sabía que el edificio no se caería, pero el susto que viví no lo podía superar...

Aún hoy, un año después, mi perspectiva de los temblores es muy distinta a la que tenía antes del 19S 2017. Yo solía decir que si temblaba en la noche, no me levantaba de la cama por un sismo menor de 6.5 grados. Hoy salgo corriendo cada vez que escucho la alerta sísmica sin esperar a ver qué tan fuerte viene el sismo; ya entendí que si viene fuerte, no habrá tiempo suficiente para abandonar el edificio.

En los meses posteriores no pude conciliar bien el sueño. Cualquier crujido de ventana me recordaba inmediatamente el sonido que escuché justo antes de que empezara el terremoto y me quitaba el sueño. Y de día estaba siempre alerta. El sonido del rugido de la tierra no se iba de mi mente...

Uno de los tantos motivos que tuve para mudarme fue dejar atrás el temor a los sismos. Y aún estando acá en Satélite he pasado sustos al escuchar las bocinas de los camiones lejanos que me recuerdan la alerta sísmica o por las alarmas de los autos y camionetas que se estacionan cerca de la casa.

El 19 de septiembre de 2017 fue una buena zarandeada. Cambió mi vida. Y nunca podré reaccionar de la misma forma a una alarma. Y así como yo, miles de ciudadanos que hace un año entendimos que las fuerzas de la naturaleza son devastadoras, llegan sin previo aviso y te dejan completamente indefenso y vulnerable.

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